miércoles, 11 de marzo de 2009

Nosotros y la Realidad - Año 6 Nº 67

Diálogo de las manos con la materia
En el umbral de los 73 años, continua sin pausa produciendo esculturas en metal, su elemento preferido. El autor de toros bravíos como sello de identidad desgrana aspectos íntimos de su vida. Sus ritos, costumbres, gustos personales, los amigos y la familia.

Mañana veraniega en Villa Allende. A pocas cuadras del centro y a la vera del arroyo, el escultor.
Manuel Eduardo Solís nos fran­quea la entrada a su amplio y ordenado taller donde reposan, estáticas, varias de sus obras, entre las que se destacan los toros, su sello inconfundible. El trino de los pájaros aturde a la vez que pone una curiosa nota musical que invita a la reflexión a la sombra de la añosa arboleda. En ese clima de sosiego, el artista, próximo a los 73 años (los cumple el 7 de marzo, un día después del nacimiento del flo­rentino Miguel Ángel Buonarotti, fecha señalada corno Día del Escul­tor), evoca, en diálogo con Nosotros, pasajes importantes de su vida, sus ritos y costumbres, los amigos que ya no están, las rela­ciones familiares y el ímpetu para seguir trabajando sin desmayos, a una edad en la que muchos buscan el sosiego que dan los años y aban­donan, con donaire, los entusiasmos juveniles. Su taller luce prolijo y pulcro, con paredes decoradas por sus recuerdos de viajes, pre­mios y crónicas de sus trabajos y exposiciones en España, Italia, Fin­landia y México, además de nume­rosas muestras en casi toda la geo­grafía argentina. Tras informar que el 6 de este mes expondrá en Tirram Art Gallery (avenida San Martín 1727, Unquillo, a partir de las 20), Solís desgrana sus reflexio­nes.

- En mi taller me siento protegi­do, como navegando en mi pecera. Descubrí la hermosura del diálogo de mis manos con la materia, diá­logo permanente, suelto, que me sorprende porque solamente parti­cipan mis manos, con el hierro, con la soldadura, con el yunque. Ya no pienso cómo se hace una escultura, dejo hacer a mis manos... Esa sensación me fascina.
- Esa sensación, supongo, facilita la creatividad.
- Exacto. Le da apertura, borra los límites del oficio.
Para hacer una comparación: cuando hablamos en nuestro idio­ma no tenemos que pensar las palabras, fluyen solas. Pero si hablamos un idioma que poco dominarnos, tenemos que pensar las palabras. Por eso, en mi caso, es un diálogo fluido entre las manos y la materia.
- ¿Sigue trabajando la madera y el metal?
- Trabajo muy poco en madera. Estoy volcado enteramente al metal, con el que inicié mis primeros pasos. Es como volver a mis comienzos, cuando era niño y me pasaba horas en el taller de soldadura de mi abuelo. Allí aprendí los rudimentos del oficio, sin pensar que ese camino me serviría para expresarme artísticamente. Andando el tiempo empecé a dibujar y pintar, sin abandonar la soldadura, que me permitió mi desarrollo en la escultura.
-¿Cuándo se produjo el "clic" que lo volcó de sus dibujos y pinturas a la escultura en metal?
-En la Escuela de Artes Figue­roa Alcorta, donde descubrí a Mario Rosso, mi gran maestro, quien con crudeza que hoy le agradezco me sentenció: "Vos tenés que dejar la pintura y el dibujo, porque jamás vas a ser pintor; tenés que explotar tu ofi­cio que es tu forma de expresarte". Rosso exploró en mí las posi­bilidades de ser escultor, y cuando cursaba el segundo año, hice mi primera escultura que ganó un gran premio de honor en Río Cuarto, en 1971.
-¿Alguna vez ensayó con la piedra?
-Hice algo, pero reconozco que no es mi fuerte. Y acá es necesa­ria una explicación. Un escultor necesita, para cada especialidad, un taller y ámbitos diferentes.
Donde trabaja metales no puede trabajar piedra o madera. La pie­dra se trabaja al aire libre porque suelta mucho polvillo; además, requiere guinches especiales para mover una materia que pesa toneladas. Para trabajar madera se necesitan máquinas y sierras especiales, aire libre, y hay que ser buen carpintero. El metal, en cambio, es más íntimo, se trabaja en un ambiente cerrado y hoy existen máquinas que facilitan mucho el trabajo, aunque requie­re una gran dosis de artesanía, porque junto con la amoladora que reemplazó a la sierra tradicio­nal existe el yunque, ese noble e imprescindible elemento.

Ajustado a una rutina pertinaz, Solís desembarca, diariamente a las 8, en el bar Oviedo, en la más céntrica esquina de Villa Allende. Allí desayuna y se enfrasca en las noti­cias del día. Y a las 9, puntualmen­te, entra al taller. "No vivo el día si no cumplo este rito -confiesa-, porque entrar a mi taller, aunque no trabaje, me da energía. Quizá ocupe la mañana en acomodar mis cosas, dibujar alguna idea, seleccio­nar algún material. Hay en mi casa hermosos rincones, pero ninguno como mi taller, donde doy rienda suelta a mis manías, entre ellas el orden, porque me considero una persona ordenada y disciplinada".
-Este orden que se observa en su taller le permite trabajar con cierta automatización...
-En efecto, y aunque no soy un robot, el orden me permite ganar tiempo.
- ¿Cómo es el proceso de elabo­ración de un trabajo suyo?
- Empieza con el dibujo y luego la búsqueda de chatarra, de hierros viejos, que para otros no tienen valor, pero que para mí son impor­tantísimos. Un bulón, una tuerca, una rosca, un pedacito de hierro, todo me sirve. Tomo la pieza y le voy dando forma y luego voy soldando, buscando el lugar para cada pieza. Como tengo la suerte de ser un poco desmemoriado, eso me permite borrar de mi recuerdo los pasos de mi última obra. Así, cuando encaro un trabajo nuevo, empie­zo todo de cero.
- En esa chatarra, usted ve for­mas que otros no ven...
Presumo que es así... Y fíjese qué notable: en mis cajones tengo infinidad de hierros viejos que son esculturas que esperan ser armadas. Pero cuidado, la chatarra puede ser tramposa, porque cuando nos muestra una forma que está en nuestra imaginación, y automá­ticamente creemos que es una figu­ra terminada, allí concluye la crea­ción del artista. Por eso les repito a mis alumnos: la chatarra debe formar parte de una obra, pero nunca ser una obra en sí misma. Le doy un ejemplo práctico: si en la orilla del arroyo encontramos una rama a la que le vemos forma de mono, perrito o bailarina, da lo mismo, la barnizamos y la damos por termi­nada, no es una creación artística, es simplemente producto de la casualidad.
- ¿Tantas horas en el taller pro­ducen aislamiento de los afectos personales?
- Sin duda. Aíslan de la familia y de los amigos, lamentablemente. Y ese es un error personal. Fui un hombre muy integrado a los ami­gos, entre ellos con quienes compartí un equipo de rugby, pero al desarrollar mi profesión y por mi forma de ser me fui aislando. Puedo estar con amigos, compar­tiendo una charla o mirando un partido de fútbol, pero aun en esos momentos estoy pensando en mis esculturas. Hoy descubro que con los años me fui encerrando en mi pequeño mundo.
- Para un artista como usted, ¿cómo es su relación de familia?
- Probablemente estoy aislado en el trato diario, pero no en lo afecti­vo. Con mi esposa compartimos muy buenos momentos y gozo del cariño de mis hijas. Una de ellas, María, tiene su instituto al lado de mi taller; la otra, Stella Maris, es docente y vive en Buenos Aires. Con María nos vemos con fre­cuencia; yo pienso que la protejo a ella, pero, en verdad, ella es mi protectora.
- ¿Y la relación con los ami­gos?
- Desde joven cultivé buenas relaciones. Con Carlos y Edgard Di Fulvio, por ejemplo, a quienes cuando iniciaron el movi­miento folklórico peñero allá por los años 60; y con un tío de ellos, don Vicente, propietario de un taller a quien yo proveía de máquinas eléctricas y de soldar. A Carlos lo conocí cuando com­partíamos estudios en la Escuela de Artes Figueroa Alcorta. Tuve también estrecha relación con gente de teatro, a partir de una exposición que hice en Buenos Aires. Ahí conocí a Eva Dongé, quien me promocionó y fue mi madrina artística. Ella me vinculó a Tincho Zabala y a Mabel, su esposa; a Ignacio Quirós, a Duilio Marzio y al escultor Antonio Pujía, entre otros. En Córdoba frecuenté a don Artemio Arán, quien me enseñó mucho de la vida, a Francisco Vidal, a Alejandro Bonome, Martiniano Scieppaquercia... Lamentablemente, muchos ya no están más en este mundo. Esas pérdidas produjeron en mí un proceso que, creo, me llevó a encapsularme en mi taller.
- ¿Ha forjado usted nuevas amistades?
- En los 20 años que vivo en Villa Allende hice buenas relaciones, entre ellas con Martín Ambort, ex intendente y actual presidente del Concejo Deliberante.
- Con una mirada retrospecti­va, ¿es usted feliz?
- Me siento muy feliz con el camino recorrido y por haber lle­gado adonde llegué sin pisar la cabeza de nadie. Me siento feliz porque hago lo que me gusta, con voluntad y cariño.-

TIRRAM Art Gallery

Descubrir los toros de Manuel Solís, es descubrir los toros bravos indefectiblemente. No hay en su hechura, razas como polled hereford, limousine, brangus, u otras que podríamos encontrar en nuestros campos, no, el toro de Manuel Solís, es sin lugar a dudas el toro bravo español. Animal con cualidades únicas, hecho para la pelea. No tendría sentido criarlo para carne por su gran peligrosidad y porque hay muchas razas que servirían para tal fin en mucho menos tiempo y sin el tremendo riesgo que implicaría tener un animal tan peligroso en nuestras pampas.
Es decir, que si no existieran las corridas de toros, esa raza tan maravillosa, simplemente habría desaparecido definitivamente, o la veríamos en algún zoológico sucumbiendo como muchas especies, tras los barrotes de la voluntad humana.
Manuel Solís nos acerca esa raza milenaria de la mano del hierro en donde plasma su bravura en la fragilidad de una galería de arte. No es el arte con que el torero arriesga su vida en la plaza, pero es el arte por excelencia, es donde la síntesis nos trae un momento de la visión del artista, donde la sangre no se derrama pero surgen las cualidades del toro en solitario.
Quizá en alguna dehesa en donde a horas de nacer enviste a cualquier cosa que se mueva con la naturalidad de su esencia. En estos tiempos en donde el arte está en su peor momento, en donde las “bellas artes” se encuentran bastardeadas por un seudo arte vulgar, sibilino y decadente que no hacen más que pretender confundir a quien lo observa, con grotescas formas encaramadas en la mediocridad perversa de quien persigue lo fútil y pretende contagiarlo. Solís, nace descubriendo al toro donde la sola presencia del aspado emerge desde latitudes insospechadas oponiéndose a lo trivial desplegando un acento bárbaro, donde la bestia escarba quizás en nuestra conciencia.
Por eso, la galería Tirram presenta a este artista residente en la ciudad de Villa Allende para el Día del Escultor donde seguramente nuestra sensibilidad se verá afectada con los rústicos trazos que engalanan al toro.
Ricardo Mirolo